El contrato_Café con leche de avena: 4,

2. El contrato

–Entre Flores, Fandanguillos y alegrías nació en España la tierra del amor –comenzó a cantar Manolo Escobar, –solo dios pudiera hacer tanta belleza y es imposible que pueda haber dos —continuó retumbando su voz en las paredes del hasta entonces silencioso nuevo apartamento de Claudia, en el que dormía por primera vez. —Y todo el mundo sabe que es verdad y lloran cuando tienen que marchar…

–¿Qué pasa? –balbució la recién llegada aún sumida en un profundo sueño. 

–Por eso se oye este refrán: “Qué viva España” –exclamaba el cantante con un cierto fondo metálico…

–¿Dónde estoy? –se preguntó confundida.

–Y siempre la recordarán: “Qué viva España…”

–Pero, ¿por qué está sonando el viva España?

–La gente canta con ardor: “Qué viva España…”

–¿Quién está ahí? Gritó entonces de golpe espabilándose, saltando repentinamente de la cama y adoptando la postura defensiva de Po, el oso regordete como ella de la película Kung Fu Panda que tanta gracia le hacía y que, por eso, tantas veces había visto.

–La vida tiene otro sabor y España es la mejor. Entre Flores, Fandanguillos y alegrías –volvió a empezar la primera estrofa… 

–¿Quién está ahí? –repitió, ahora impostando la voz en el tono más grave que le alcanzaba. Pero nadie respondía, así que al ver que la canción tampoco callaba, en un empuje de valentía, se fue acercando con mucho sigilo hasta el cuarto de baño, el único espacio aparte del minúsculo salón-dormitorio donde se encontraba. Alcanzado el marco de la puerta, sudando y manteniéndose todo lo firme que el temblor de piernas le permitía, apoyó la espalda contra la pared para intentar controlar la respiración, cada vez más desbocada. Luego contó tres hasta en cuatro ocasiones, pero como ninguna de las intentonas le valieron para impulsarse, finalmente cerró los ojos y de un salto, dando un estridente chillido, se precipitó al centro del cuarto de baño, con las plantas de los pies bien agarradas al suelo, las piernas articuladas en paralelo y los brazos levantados haciendo aspavientos. 

–Por eso se oye este refrán: “Qué viva España” –continuaba entretanto la tonada.

Aunque al poco, recuperando el aliento, sintiendo que los mofletes le ardían y con los brazos quietos aún tensos, terminó por convencerse de que no había nadie cuando el único que ahí seguía diciendo algo era Manolo Escobar. Conque, sin confiarse del todo, puso ahora su empeño en localizar el origen de aquella canción que no paraba de sonar en bucle y que tanto la estaba exasperando. Así, la buscó y rebuscó, escudriñando el espacio con exactitud del mismo modo que se sigue a una caravana de hormigas que desfilan por el aire, hasta que, por fin, dio con ella: salía del cajetín del timbre. 

–Señor Vera –oyó en ese momento que alguien la llamaba desde el otro lado de la puerta. –Señora Vera, ¿está despierta?

Apenas podía verse una pequeña parte de su cara a través de la estrecha ranura que dejó libre cuando entornó la puerta. Ella, sin embargo, tenía una vista completa del hombre que la estaba llamando por su apellido. ¿Quién era? Bajito y calvo, vestido de manera elegante, con ropa deportiva pero formal, de tonos oscuros y, a decir por la calidad de los tejidos, cara, aquel extraño compensaba su poca altura con una expresiva y cálida sonrisa en forma de media luna cuyos extremos parecieran señalar sus ojos aguamarina, tan exclusivos como la ropa que llevaba. 

–Buenos días, señora Vera –le dijo en alemán.

–Buenos días –respondió en el mismo idioma Claudia. –¡Por fin! –suspiro a continuación aliviada cuando el timbre dejó de sonar. 

–Soy el señor Erzengel.

–¿Erzengel? Perdone, ahora mismo no caigo.  

–¿Gaby? ¿El contrato…? 

–¡Ah, Gaby! –Exclamó Claudia cuando le reconoció. –Perdone, señor Erzengel…

–Puedes llamarme Gaby si quieres –le interrumpió con simpatía. –Habíamos acordado tutearnos.  

–Claro… Pero pase… pasa… ¡No! ¡No pases! –prorrumpió al darse cuenta de que solo llevaba puesta una camiseta y las bragas. –Tengo que vestirme, estaba durmiendo. Solo un momento. 

–Por supuesto, no tengo prisa. 

Rápidamente, Claudia se puso el mismo pantalón del día anterior y se recogió el pelo en una coleta mal organizada y abultada. Mientras lo hacía se rio al recordarse buscando a alguien hace unos minutos. Se sintió ridícula, también torpe por no haber reconocido a Gaby Erzengel.  –Coño –se justificó a sí misma, –qué voy a hacer, en las videollamadas parecía más alto… No te pongas nerviosa, tía –se dijo ahora en un esfuerzo de autocontrol. –Respira. 

Unos instantes después, abría la puerta con una sonrisa esplendorosa, tan grande y expresiva, que carencía de seguridad o, al menos, eso es lo que pensó Gaby aunque, por supuesto, no dijo nada. 

–¿Te ha gustado la canción del timbre? –preguntó en cambio. 

–Si te digo la verdad, puestos a elegir clásicos, habría preferido que me despertara Marlen Dietrich.

–¿Ah, sí? Pues también la tienes en la aplicación de la residencia, la del móvil. Selecciónala y ya está. Puedes elegir el tono que quieras para el timbre. Todos están en el apartado “temas de timbre”.  También le puedes poner el que quieras al despertador.

Gaby se quedó un buen rato. Fue para cerciorarse de que la española quería seguir adelante con la propuesta de la editorial y, así, solo en caso afirmativo, leer juntos y refrendar el documento de contrato que llevaba consigo y por el cual Claudia Vera Martínez, a partir de ahora Claudia Vera a efectos de impresión editorial, cedía a la editorial Azzo & Bernd GmbH los derechos de todo lo que escribiera desde la fecha de la firma hasta pasados seis meses, tiempo límite en el cual se comprometía a entregar el manuscrito de su primera novela. La propiedad intelectual, así como los derechos de edición y venta pasaban a ser de la empresa, sin que la autora pudiera reclamarlos. A cambio, se le ingresaría en la cuenta corriente el pago acordado en dos partes; uno, al comienzo de su relación empresarial con la editorial y, otro, una vez finalizada esta, es decir, pasados los seis meses. Igualmente, el día uno de cada mes se le haría efectivo una cuantía correspondiente a las dietas del mes en curso. Por su parte, Claudia Vera Martínez, se comprometía, en primer lugar, a guardar sigilo profesional y no hablar o revelar el tema ni el estado de su proceso creativo; en segundo, no trabajar con ningún otro editor, así como con ningún grupo de creación literaria. También a entregar cada semana, al menos, diez páginas de su manuscrito cuya trama tenía que contener necesariamente sexo, terrorismo y superación personal, sin poder adoptar ningún posicionamiento político, salvo, eso sí, que el género elegido fuera una ficción distópica totalitaria o estuviera basada en un true crime. Por último, en caso de que la autora no cumplirse con cualquiera de los puntos del acuerdo, Azzo & Bernd GmbH reclamaría la indemnización económica que se señalaba. 

–Pero, es mucho, ¿no? –se atrevió a decir Claudia. 

–Si no estás de acuerdo, no tienes por qué firmar. 

–Claro que sí –respondió Claudia con una sonrisa más relajada que la de antes, pero aún cargada de inseguridad. –Era un comentario.  Total, qué puede ser peor que volver a los menús de mediodía –pensó antes de estampar su firma sobre el documento. 

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